El paro de EEUU sigue muy cerca de mínimos históricos pese a haber subido algunas décimas en los últimos meses. Las noticias de aumentos salariales y el temor a las presiones inflacionarias aparejadas han ocupado el grueso de la hemeroteca laboral estadounidense más reciente. La baja tasa de despidos en comparación con otras fases históricas comparables –exceptuando las grandes tecnológicas– también ha ocupado titulares. Incluso se ha hablado de un resurgir sindical y de un momentum de mayor empoderamiento de los empleados americanos tras décadas de letargo. Si esto es así… cabe preguntarse por qué impera el descontento entre los trabajadores del país, como se ha visto reflejado en la victoria electoral de Donald Trump (algo que ya se apreció en 2016). No se trata solo de inflación y del nivel de precios que se encuentran los obreros al ir al supermercado. El trabajador americano empezó a notar en 2001 un ‘aplastamiento’ que ahora, más de 20 años después, se ha recrudecido. La diferencia es que esta vez el enemigo no viene de ‘fuera’.

El inicio de ese ‘aplastamiento’, usando sus propias palabras (crushed en inglés), lo fecha Albert Edwards, veterano estratega de Société Générale el día de diciembre de 2001 en el que China ingresó en la Organización Mundial del Comercio (OMC). La entrada del gigante asiático en este órgano internacional rubricaba el proceso de apertura emprendido unos 20 años antes y abría de par en par las compuertas mundiales para que Pekín pudiese comerciar a escala global sin restricciones.

Analizando las raíces de la nueva victoria electoral de Trump, Edwards habla sin tapujos: “Los votantes no son estúpidos. Saben que desde que China entró en la OMC, la participación de la mano de obra local en la renta nacional ha sido aplastada. Sí, el desempleo es bajo, pero si rascamos la superficie descubriremos que el crecimiento del empleo se ha concentrado totalmente en los trabajadores no nacidos en el país y que la gente tiene cada vez más que trabajar en varios empleos a tiempo parcial para llegar a fin de mes”.

“Los trabajadores estadounidenses han sufrido mucho desde diciembre de 2001, cuando China entró en la OMC y un culto a la globalización extrema empezó a apoderarse de la mayor parte de la profesión económica y de la dirección política. Sin duda, el afán de las empresas occidentales por maximizar sus beneficios mediante la externalización de la producción a China y otros países ha sacado de la pobreza a millones de personas en el mundo emergente. Pero ha empobrecido a gran parte de la mano de obra estadounidense a expensas del capital”, constata el analista de SG.

Un argumento que entronca con una opinión que recientemente ha aflorado con fuerza en la opinión pública y entre los analistas: EEUU fue muy generoso con China en los 90 y ahora se están pagando las consecuencias. Así lo sintetizaba Marko Papic, estratega jefe de BCA Research, en un informe reciente: “EEUU, tras haber ascendido a la cúspide del poder hegemónico, contempló el desarrollo económico de China con magnanimidad. Si Washington hubiera querido aislar a China en la década de 1990, como había hecho durante muchas décadas antes, ese desarrollo económico se habría dirigido hacia otro lado. Independientemente de las reformas internas de China”.

La mejor forma de visualizar cómo los baratos costes laborales de la ‘gran fábrica china’ y el engrasamiento de las cadena de suministro ‘han ‘aplastado’ al trabajador americano es el gráfico que acompaña al informe de Edwards, en el que se refleja la proporción de los costes laborales unitarios en el precio de venta final de los productos de las corporaciones. Teniendo en cuenta la definición de coste laboral unitario como el coste medio de la mano de obra por unidad de producción, en el gráfico se aprecia cómo esta variable cae en picado a partir de 2001, representando cada vez una porción más pequeña del precio de venta final.

Si se observa la parte más reciente del gráfico, tras la Gran Crisis Financiera la línea vuelve a subir de nuevo, hasta llegar a la post-pandemia, cuando se vuelve a desplomar violentamente. ¿Qué ha ocurrido? “Los trabajadores comenzaron a pugnar inmediatamente después de la crisis de 2008, pero las empresas vieron la oportunidad de recuperar las ganancias perdidas en las secuelas inflacionistas de la pandemia. Se le puede llamar inflación impulsada por los beneficios. Puede llamarse inflación de los vendedores. Yo digo lo que veo, y prefiero llamarlo por lo que es: greedflation“, explica Edwards. El término que emplea se puede traducir al español como ‘inflación por avaricia’ o ‘excusaflación’, y se ha empleado para las empresas americanas que han aprovechado el contexto internacional (pandemia + guerra en Ucrania) para subir de más los precios.

Tal y como desgrana el estratega de SG, las empresas han podido imponer subidas de precios que amplían los márgenes de beneficios al amparo de dos acontecimientos clave: las restricciones de la oferta tras el covid y las presiones sobre los costes de las materias primas tras la invasión rusa de Ucrania. Edwards tampoco se olvida de la Administración Biden, a la que manda cierto recado: “Otra de las principales fuentes del reciente repunte de los márgenes de beneficio es la masiva expansión fiscal. Por resumir, el gobierno ha estado gastando más en beneficio de las empresas”.

El analista se fija en un ejemplo concreto: los seguros de automóvil en EEUU: “Desde principios de 2021, los seguros de automóvil en EEUU han subido un extraordinario 57% y un 14% interanual. La inflación de los seguros ha superado con creces la inflación del coste de las piezas, el mantenimiento o la sustitución del vehículo”.

Casos como este no solo han hecho al trabajador de a pie castigar a los demócratas en las urnas por una asfixiante inflación en gastos cotidianos esenciales, sino que han acelerado una dinámica que ya viene produciéndose desde hace décadas.

Si de gráficos va a la cosa, los estrategas de Bank of America publicaron hace meses uno muy revelador y que explica en cierto modo el sentimiento de protesta del trabajador americano. El trazo, que perfectamente podría titular ‘un mundo que ya no existe’, muestra cómo en 1970 los salarios de los trabajadores representaban el 52% del PIB y en 2023 el 44%.

La gran pregunta ahora es si el Make America Great Again (MAGA) y la agresiva política de aranceles de Trump (fabricar en América, consumir en América) puede cambiar el escenario en un mundo que, pese a la pandemia, la desconfianza hacia China y la geopolítica sigue altamente globalizado. Aunque un candidato tan pro-empresarial como Trump (él mismo ha estado toda su vida metido en los negocios) y los precedentes de su primer mandato no invitan a pensar en un entendimiento con la clase trabajadora, el tono ha sido pretendidamente diferente en esta campaña.

El apoyo entre los grandes sindicatos a los demócratas no ha sido tan contundente como en otras ocasiones y los miembros de base se han volcado más hacia Trump. El argumento que se ha repetido desde el equipo del presidente electo es que “Trump luchará una vez más para poner más dinero en los bolsillos de los trabajadores, negociar buenos acuerdos comerciales en todo el mundo y proteger los empleos sindicalizados bien remunerados aquí en casa”, ha verbalizado Karoline Leavitt, secretaria de prensa nacional de la campaña de Trump.

Fuente: Revista El Economista

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