Si Bruselas no quisiera hacerse trampas al solitario, debería multarse a sí misma por tener unas cuentas públicas desequilibradas. Actualmente, diez países de la Unión Europea, incluidos Francia, Italia y Polonia, registrarán déficits públicos superiores al 3% hasta 2026, según las previsiones de la Comisión Europea. Esa cifra del 3% es el límite que marcan los tratados europeos para que las instituciones comunitarias no intervengan las cuentas nacionales. La propia Unión Europea ya incumple los tratados: la media de déficit público de todos los países del bloque cerrará este año en el 3,1% y su deuda pública superará el 80%.
“El objetivo del procedimiento de déficit excesivo (PDE) es que los países de la Unión Europea (UE) que presenten niveles de déficit presupuestario y/o deuda excesivos los corrijan”. Son las palabras literales de la Unión Europea para explicar en qué consiste el PDE, el mecanismo para que Bruselas intervenga la política de los Estados miembros que se desvíen del camino que marcan los tratados.
Los dos objetivos que establece la Unión Europea —y que tantos quebraderos de cabeza da a España— son que el déficit público de cada país se encuentre por debajo del 3% del PIB y la deuda, por debajo del 60% en el medio plazo. Si uno de los dos requisitos falla, el PDE establece que la Comisión Europea abrirá un expediente para que los países se pongan las pilas, so pena de sanciones por incumplimiento.
Del crack financiero al invierno industrial
Los expedientes de Bruselas, la Troika, los rescates financieros, apretarse el cinturón… Son términos que se escucharon cuando el crack financiero de 2008 se tornó en una crisis de deuda dos años más tarde. El resultado fueron cinco países rescatados, cuentas públicas totalmente desequilibradas, la amenaza del Grexit (que irónicamente se transformó en el Brexit en 2016) y un plan de austeridad durante toda la década pasada, que congeló inversiones y atenazó al continente a un largo invierno económico.
Aunque a finales de 2019 la situación parecía reconducirse, hoy multitud de países europeos vuelven a encontrarse contra las cuerdas tras las múltiples crisis (pandemia, inflación y guerra de Ucrania). Algunos son viejos conocidos, como Italia; otros se añaden en esta nueva crisis de deuda pública, como Francia, con las cuentas al límite. Las dos locomotoras europeas junto a otros ocho países (Austria, Bélgica, Eslovaquia, Finlandia, Hungría, Malta, Polonia y Rumanía) incumplirán los niveles de déficit públicos en los próximos tres años.
A estos diez estados se añaden otros tres países que se encuentran en el límite: España, Estonia y Letonia, cuyos niveles de déficit estarán cerca del umbral para que salten las alarmas en Bruselas, según las previsiones de la Comisión.
Salud fiscal deteriorada
La situación financiera del continente es grave. Todavía recuperándose de una década y media de constantes desmanes, la Unión Europea ahora debe enfrentarse a varias amenazas: la guerra de Rusia por el Este, los aranceles de Estados Unidos por el Oeste, y la pérdida de competitividad ante China desde ultramar.
Todos estos ingredientes llevan a un plato de mal gusto en la mayoría de los Estados miembros: cuentas desbalanceadas con deuda creciente. Sólo cuatro países tendrán superávit entre 2024 y 2026: Chipre, Dinamarca, Irlanda y Portugal; al que se añadirá Grecia en 2026, cuando logre un saldo positivo, según las proyecciones de Bruselas.
Los analistas ven con pesimismo el futuro de la UE. Bank of America advirtió en abril que las fuertes correcciones presupuestarias —que da por descontadas que sucederán— podrían estrangular el débil crecimiento económico. Standards and Poor’s cree que la guerra comercial lastrará la capacidad de las empresas europeas para desenvolverse: “El regreso de Donald Trump a la presidencia en 2025 plantea la posibilidad de un aumento de los aranceles por parte de Estados Unidos, lo que podría elevar la tasa de impago hasta nuestro escenario pesimista del 6% si se promulga junto a una desaceleración económica en Europa”. Merril Lynch estima que “persiste un riesgo a la baja” debido al “posible endurecimiento fiscal” y a la “incertidumbre política“.
Esas últimas palabras flotan alrededor de todo el continente desde las elecciones europeas. Jean Claude Juncker, como presidente del Eurogrupo, dijo en 2012: “Todos sabemos lo que hay que hacer; lo que no sabemos es cómo ganar elecciones después de haberlo hecho”. Palabras que, de nuevo, recobran sentido: los previsibles recortes en sistemas públicos exhaustos serán impopulares. El malestar ha llevado al bloqueo político y a tensiones crecientes hasta el punto de que varias potencias económicas tienen las cuentas congeladas o bajo una alta contestación.
Aun así, los países europeos no cuentan con las mismas herramientas que hace una década. Aunque los cuatro motores se encuentran en punto muerto o con altas dosis de inestabilidad, el euro es hoy una moneda más saneada que entonces. El Banco Central Europeo cuenta con más herramientas desde el “cueste lo que cueste” de Mario Draghi y una visión estratégica en la que se sincroniza con los tiempos, como demostró con las inyecciones durante la pandemia. Los cimientos son más fuertes, pero la miopía política que advertía Juncker puede suponer un obstáculo.
Giorgia Meloni bregó la semana pasada con una huelga general a tenor de los presupuestos aprobados, que prevén restricciones severas en el gasto público. Michel Barnier está a punto de caer en Francia tras forzar por decreto las cuentas de 2025. Olaf Scholz se enfrenta al ostracismo tras adelantar elecciones en Alemania con las encuestas en contra y sin presupuestos. Pedro Sánchez ha prorrogado en España por segunda vez los números de 2023 con las cuentas en el límite que impone Bruselas. Ninguno de los cuatro grandes del euro parece saber cómo salir del atolladero fiscal y económico que se cierne sobre el Viejo Continente.
Fuente: Revista El Economista